Esquila y Esquiladores
Algunos siglos antes del arribo de los conquistadores españoles, los quechuas del Alto Perú, criadores de abundantes tropas de vicuñas, alpacas, guanacos y llamas, ya procedían al trasquile de sus animales, haciéndolo en años alternados, de manera que el estado de su lana llegase al más alto grado de florecimiento.
El trasquile de los cabellos de los varones, que también alcanzaba a los niños de la nobleza incaica, era un hecho que se cumplía cuando éstos pasaban de la niñez a la pubertad, significando por tal modalidad su condición de adulto.
Los españoles que desconocían a los camélidos de las especies citadas, las llamaron “ovejas de la tierra”.
Las primeras ovejas españolas que en 1550 introdujo en aquellas tierras Don Nuflo de Chaves, eran de discutible raza merina, berberisca, pirenaica o siria; no las de mejor calidad, prevenciones que tomó España en resguardo de futuras y previsibles competencias.
Ni las leyes dictadas para las Indias Occidentales, ni las Reales Cédulas, que disponían del número de ovejas a entregarse a cada poblador, tuvieron los pequeños efectos a que España se hallaba acostumbrada, cuyas crías eran estrictamente controladas por la trasplantada Hermandad de la Mesta.
Este consejo pastoril prontamente fue superado por la fantástica multiplicación de la especie, ausencia de conflictos, derechos de peaje y pastoreo, estable y rica abundancia de las praderas.
Los aspectos cuantitativos de la especie, no obstante el trasplante costumbrista de los primeros pastores, modificaron sustancialmente las modalidades pastoriles y lexicográficas.
Los factores indicados, la escasa demanda de lana y su bajo costo, procrearon paralelas modalidades, donde nuestros hombres de campo explotaban igualmente la especie bovina.
Tal dualidad pastoril trajo aparejado el adiestramiento de una nueva baquía, el esquileo de las ovejas.
Las ventajosas causas apuntadas, juntamente con la especial dedicación de ovejeros escoceses, irlandeses e ingleses, otorgaron a nuestra ganadería menor inusitada importancia.
En las lomadas, bajo el protector amparo del corpulento ombú en las proximidades de las estancias o cercanías de los misérrimos puestos, los corrales de adobe, contenían miles de cabezas.
En el quinquenio 1850-1855, en cada partido del norte, oeste y sur de la Provincia de Buenos Aires existían ocho o diez criadores de ovejas. Los animales que en 1852 se cotizaban a dos pesos, cinco años después valían 30 y 35 pesos.
En el período comprendido entre 1868 y 1874, a causa de las restricciones aduaneras impuestas por los Estados Unidos de América, una oveja se trocaba por una gallina.
Durante el bloqueo francés, según las anotaciones del viajero inglés Guillermo Mac. Cann, 400 irlandeses, 23 escoceses y 19 ingleses se encontraban dedicados a la cría de ovinos.
Esta época caracterizó nuestra proverbial largueza y generosidad criolla: en las casas de campo, nunca faltaba un “cuarto de capón” o un “costillar de vaca” para cumplimentar a imprevistos huéspedes y viajeros.
La Esquila
Entre nosotros, las faenas de la esquila constituyeron una labor distintiva dentro de la explotación ovina. En la proximidad de la primavera, cuando ya habían desaparecido los últimos vestigios del frío, los propietarios de las majadas convenían con un capataz o con una comparsa de esquiladores, diez, veinte o treinta, de acuerdo con la cantidad de la majada, las operaciones del esquileo.
Procedente de las poblaciones más cercanas, un grupo de jinetes (comparsa) provistos de los más esenciales vicios: tabaco, papel para armar y yerba; alpargatas, pañuelos, camisetas y bombachas se dirigían a la estancia convenida.
Los paisanos, regustando por anticipado las ruidosas alternativas del trabajo, contaban a gritos anécdotas o sucesos del año anterior y las perspectivas del actual. Se pechaban con sus caballos, se desafiaban a cortas carreras, alardeaban de su capacidad, presumían de amorosas aventuras y se chanceaban de cien maneras.
Los más reservados y los de mayor edad, marchaban al paso de sus cabalgaduras o andando a galope corto, se mantenían a la zaga del bullanguero grupo que los precedía.

Esquiladores sujetan una oveja a medio esquilar. Visten camisas de manga larga, faja, chiripá, calzoncillo y botas de potro. 1904.
Una que otra china, mujer o hija, fortachona, montada en ancas o en su propio caballo, muy dispuesta, portaba diferentes utensilios hogareños, uno que otro poncho y algunas provisiones de boca si su hombre era algo resentido del estómago, sufría de espasmos, de aires o “sentimiento” de la cintura.
Designado un capataz, el personal elegía un espacio determinado en la playa, donde pudiese actuar en libertad de movimientos.
El horario de trabajo era de sol a sol. Los breves intervalos de descanso eran los del mate cocido, el del almuerzo y por la tarde, de nuevo el mate. El menú consistía en puchero al mediodía y asado y guiso, casi siempre de oveja, por la noche. Aparte de los que cumplían la específica tarea de esquiladores había agarradores, maneadores, afilador, envellonador, médico y latero.
Los primeros tenían la obligación de tomar las ovejas, voltearlas y manearlas; realizaban esta última operación con una suave lonja de carnero retorcida. Terminada la pelada de cada animal, éste era alejado del tendal.
El afilador, con una piedra de agua cuidaba del perfecto y constante filo de las tijeras. Los más celosos de su herramienta lo hacían por su propia cuenta.
El envellonador tenía la tarea de envolver el vellón recién obtenido, cuidando que la lana de arriba quedase hacia adentro de la que se hallaba adherida a la piel.
El mismo, con la colaboración de otro hombre muy diestro, con veinte o más vellones completaban la capacidad de un lienzo que, anudado por sus cuatro puntas, alcanzaba a pesar de 80 a 100 kilogramos, apilándolos en el galpón. Su sueldo era fijo, por día, al igual que el del médico.
La mejor lana se obtenía de la parte superior de las costillas, espalda y base del pescuezo. La de segunda calidad, correspondía a los costados del cuerpo y parte del pescuezo. La más inferior, se sacaba de las patas, nalgas, barriga, cabeza y cola.
Se llamaba lana dulce a la más firma y delicada de todas; lana borrega, a la que no formaba vellón y lana madre a la que era obtenida de ovejas adultas.
La sana ironía y el buen humor de los esquiladores le daban el tratamiento profesional de médico a la persona encargada que con un trozo de arpillera sujeta en el extremo de un palo debía concurrir prestamente cuando uno o varios a la vez, por torpeza o descuido, herían o cortaban la piel del animal.
Al grito de ¡ médico! el hombre acudía con su único medicamento y aplicaba sobre la sangrante herida una negra pincelada de alquitrán en prevención de embichaduras.
Los mejores esquiladores del siglo pasado pelaban de 70 a 100 animales por día, considerados como hombres de muy buena y fuete cintura, dado que la tarea se cumplía en cuclillas.
Se pagaba por cada animal esquilado 0,07, 0,10 y con posterioridad 0,20 centavos. Por un carnero, animal de mayor tamaño, con el que se debía tener mayor cuidado, se abonaba el doble.
Cuando las mujeres esquiladoras eran desaprensivas, dicharacheras o zafadas, las bromas corrían sobre el tendal, originándose situaciones enojosas, donde los celos, muchas veces infundados, alternaban por días la cordial fiesta del trabajo.
Los paisanos tocaban su cabeza con un sombrero de copa redonda y ala escasa, camisa y camiseta, arremangada hasta el antebrazo la primera, pañuelo al cuello, chaleco derecho abotonado, faja, tirador con rastra, calzoncillo, medias largas, chiripá y también bombachas. Algunos, para resguardar parte de la limpieza de su ropa, revestían sus extremidades con trozos de lienzo o telas de inferior calidad.
Al término de la esquila, diez o más días de trabajo, los esquiladores eran obsequiados por el ovejero o dueño de la estancia.
Un gran almuerzo reunía a hombres y mujeres. Como las últimas siempre se encontraban en minoría, se invitaba a señoras y señoritas de los propietarios linderos, de suerte que no faltasen parejas para los bailes de dos: mazurca, polca y habanera. Guitarreros y acordeonistas amenizaban la fiesta.
Empanadas, pastel de carne al horno, mazamorra, asado y vino, constituían los platos del almuerzo.
Como casi todos tenían un “crédito” en las ligeras patas de sus caballos, las pollas eran de rigor, en las que muchos perdían el apetito, cuando otros, gananciosos, triplicaban el monto de sus haberes.
Como no era cosa de dejarse estar por contrariedades del azar o pasajeros desaires amorosos, al día siguiente, muy de madrugada, la comparsa se encaminada hacia otra estancia.
Mientras tanto, en el desierto tendal, abundante en mechones de lana, abrojos y cascarrias, el lastimoso balido de las desaparecidas ovejas, el tac-tac imaginario de las tijeras, unido al ludir del badajo de los cencerros de las madrinas, parecía oírse en la mañana tibia como una inocente y distante protesta de aquellas que despiadadamente habían sido desprovistas de las galas de su lana.
Latas y lateros
De intento hemos diferido la relación del contenido de este subtítulo por conceptuarlo de original importancia.
La lata o ficha de latón, cobre o bronce, de un módulo de 4 ½ , tres y aún dos centímetros, se utilizaba para el pago del esquileo de cada oveja.
El peón latero disponía de una bolsita con cientos de estas latas, una de las cuáles entregaba a cada esquilador en el instante en que éste terminaba la operación. Cuando la cantidad arribaba a 25 ó 50 unidades peladas, éstas eran recuperadas por el latero, al cuál entregaban a su vez una única lata por un valor equivalente.
Estas piezas tenían valor adquisitivo en las pulperías y comercios de la región, donde el estanciero u ovejero era conocido.
Terminadas la faenas, el dueño de las latas las rescataba abonando en pesos los valores enunciados en las mismas.
Según nos documenta el doctor Jorge Ferrari, prestigioso numismático, estas latas son altamente consideradas por los coleccionistas de monedas y medallas.
La mayor parte de ellas ofrecen cifras de su valor en pesos, la marca del hacendado, nombre del establecimiento y partido, región o rincón de la estancia. Otras tenían solamente las iniciales de sus propietarios, las presencia de ovejas o carneros, animales de otras especies, árboles o la condición de su valor, un vellón.
Algunas de ellas se hicieron perforadas para evitar previsibles defraudaciones y en su totalidad, fueron acuñadas en su anverso y reverso.
Una de ellas, muy original, propiedad de la estancia “La Otomana” presenta una media luna, cuyo desaparecido propietario, don Juan B. Larraburu, concitó un frondoso anecdotario, ampliamente popularizado en el actual partido de Necochea.
Las marcas de sus estancias: La Otomana, El Aduar, El Odre, Eder y Cía. Y La Hebrea, figuraban impresas en el reverso de uno de los billetes de 10 pesos que en 1910 emitió su establecimiento comercial El Pito.
No faltaron quienes, recurriendo a los recursos empleados por los gobiernos de pobreza fiduciaria, hicieron acuñar en cobres de 0,02 centavos o en pequeñas monedas de plata de escaso valor sus nombres o iniciales, constituyendo un verdadero resellado.
Parecería que el mismo gobierno, identificado con la prosperidad de estas explotaciones ovinas, hubiese querido asociarse a los éxitos de una de las principales fuentes de su economía ganadera. Con tal propósito, en el año 1867 la Provincia de Buenos Aires emitió un pequeño billete, del valor de un peso, en cuya parte central aparece la lanuda presencia de un carnero, pasando al reconocimiento popular con el irónico nombre de “un carnerito”.
Por momentos, cuando se habían terminado las faenas de la esquila, o en los impuestos intervalos de los días lluviosos, los esquiladores, dueños de estas latas, ganadas en largas y rudas jornadas, sentían que les cosquilleaban y quemaban en los bolsillos.
Para matar el tiempo de los interminables ocios o despuntar el vicio del juego, se organizaban partidos de monte, de truco y de taba. La última era de comprometedoras alternativas, de sangrientas disputas.
Claro está, la presencia de innumerables caballos, mantenidos a grano, era como una callada incitación a la competencia o demostraciones de superioridad. Se convenía correr en yunta, en la que cada propietario apostaba todas sus latas, su tirador, su puñal de plata y sus secretas esperanzas de enriquecimiento.
En estos lúdricos momentos, el puñado de latas, cien o doscientos pesos, arribaban a sus más lamentables destinos.

Fichas de esquila en cuproníquel.
Las menos se extraviaron en la cancha de la singular justa hípica, otras fueron recuperadas por sus emisionistas y muy pocas se encuentran en nuestras colecciones como preciosos signos monetarios de una superada era pastoril cuando la esquila, ejecutada a tijera, fue fiesta del paisanaje, de las pintorescas comparsas, personificadas por tantos trabajadores modestos propulsores de nuestra actual riqueza ovina.
Federico Oberti
Publicado en Cuadernos de Numismática - N° 90 - Diciembre 1993 - pág. 23
Publicado por primera vez en “La Prensa” del domingo 22 de Junio de 1969
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